Por Mario Ernesto Almeida
Colaborador de Prensa Latina
No escuchaba nada. Veía el asfalto empapado y estaba la lluvia fina y abundante a contraluz, pero oír… en realidad, no.
Enfrente del inmueble donde duermo hay otro edificio, y en los bajos un café cubierto de cristales tatuados con estampas relativas al amor: corazones, siluetas de parejas que bailan, otras caminan de la mano.
En ese café el San Valentín se encuentra escrito en cursivas, y está la imagen de un árbol del cual caen las hojas y en cuya rama más gruesa dos golondrinas rozan sus picos en lo que parece ser un beso.
Los dueños son libaneses. Semanas atrás los vi sentados en una esquina tras el mostrador mientras conversaban con otros de igual procedencia, presuntamente propietarios también de algún otro negocio en Maputo.
Porque en Maputo los negocios suelen tener propietarios y gerentes foráneos. En las tiendas de baratijas, en los supermercados, en cualquier espacio con un mínimo de condiciones se suele atisbar la misma imagen: un chino, un indio, un paquistaní, un europeo, sentado siempre cerca de la puerta.
A veces está con un ventilador de frente mientras juguetea con el teléfono, aburrido; en otra ocasiones permanece de pie, revisando los comprobantes de quien sale, no vaya a ser que alguien intente llevarse sin pagar lo que es suyo y “de confiar nada, de regalar tampoco, porque los tiempos son rancios y no amparan”.
El resto lo hacen los nacionales: cuidan los pasillos de estanterías repletas, sirven la mesa, guardan los bolsos, cobran, cocinan, limpian, construyen, pescan…
En 2017, en el país se censaban más mil 700 chinos, alrededor de cuatro mil 400 paquistaníes, casi 15 mil 500 indios, 22 mil blancos y 212 mil mestizos; aún así, la población negra significaba un 99,03 por ciento.
Mozambique a ratos parece un país tomado por extraños. Extraños que casi no se ven caminar por las calles, que vienen de muy lejos con mucho dinero o con más dinero que la gente de acá… y aquí la fortuna crece.
En el café de cristales alusivos al afecto, donde se venden pizzas, dulces, panes, helados, refrescos y, por supuesto, cafés, quienes yacen detrás del mostrador no son ni indios ni paquistaníes ni chinos ni europeos.
AL AMANECER
Pero sigo en el balcón. En Maputo amanece a las cinco de la madrugada, aunque los establecimientos, como en cualquier parte del mundo, abren a las ocho o un poco más tarde.
A las tres de la mañana, si no llueve a cántaros, un muchacho también descalzo y sin pulóver va de carro en carro con un balde y un trapo, A 4.30 o 5.00 AM llega un hombre descalzo y limpia los cristales, porque todo ha de estar perfecto cuando arranque la “vida”.
Durante la madrugada entera hay un guarda en la puerta del café. No está despierto. En Mozambique no hay un solo custodio que permanezca con los ojos abiertos, las vigilias resultan prácticamente pantomimas.
Los guardas ocupan sillas bien pegadas a la pared y dejan caer el cráneo, los párpados, todo, hasta las cinco, cuando ya amanece.
Otros, como el guarda del café, no tienen sillas y consiguen unos cartones del largo de su cuerpo o una esponja maltrecha y se tiran a la entrada, como para que su labor se antoje más creíble o, quién sabe, más carnal.
Y emite como un mensaje: quien quiera abrir la puerta tendrá primero que romperme a mí o por lo menos tener cuidado para no despertarme. El guarda del café de enfrente hace eso cada noche.
Cuando salí a fumar y, antes de entender que llovía, asumí que hacía un calor de espanto y vi que el guarda no estaba desplomado en la puerta, sino unos metros hacia la calle, al borde del tronco de un árbol, en la acera, donde quizás el viento se deja sentir un poco más.
Vi cómo se desperezó con una sacudida tímida, recogió su “cama” y la arrastró hasta el quicio de la entrada, donde hay techo. Entonces observé también que llovía y percibí que la lluvia cuando es fina, aunque abundante, suele aparecer muda.
El guarda del café de enfrente de seguro tampoco escuchó nada, pero definitivamente, mientras dormitaba entre el concreto y el cielo, la sintió en el rostro.
Ahora se acaba el cigarro, cierro la puerta y de pronto escucho un torrencial afuera. Aquí la lluvia también disfruta dar gritos. Es madrugada.
arb/mer