Este sexenio ha sido generoso en avance social gracias a un alto ritmo de construcciones, creación de empleo, aumentos de salarios, servicio de salud y educación gratuitos.
Ha sido un año de terminación de importantes construcciones en las que descoyan los trenes Maya y Transoceánico, carreteras, hospitales, escuelas, nuevas industrias y, en general, un fortalecimiento de envidia de su economía nacional y su prestigio en la arena internacional.
Lo más importante, una reducción en la pobreza de casi un 10 por ciento, mérito que no se escucha se haya logrado en otros países más que en este, a lo cual se agrega el inicio de una temporada electoral que hasta el momento cumple las expectativas de la continuidad de ese panorama socioeconómico de trascendencia histórica.
Pero como todo en la vida, que nada es color de rosas al ciento por ciento, México tiene también muchas cosas que lamentar y que, desgraciadamente cambian ese hermoso color al que todo ser humano aspira sea su entorno.
Aunque los niveles de violencia del crimen organizado han bajado, no lo suficiente como para que exista la tranquilidad que una obra como la que se realiza en el país requiere.
Lo llamativo es que, a pesar de que este gobierno ataca a fondo las causas que sostienen al crimen organizado, este persiste e incluso se amplía y hasta sale de las fronteras mexicanas para instalarse con nombre propio en otros países como Colombia.
Su friolera de muertes por violencia sigue aumentando, y desapariciones, sin que el freno definitivo se vislumbre. Los asesinatos de periodistas son una amarga experiencia en ese sentido.
La corrupción no acaba de ser abatida, y lamentablemente los más cuestionados en su persistente sobrevivencia es ni más ni menos que el sector que con más bríos y ejemplaridad debía enfrentarla: el impartidor de justicia cuyos jueces y tribunales como regla, y no como excepción, son quienes contribuyen con decisiones contradictorias y hasta sancionables, a dificultar su erradicación.
La naturaleza tampoco ha sido benévola con el esfuerzo desplegado por el pueblo y el gobierno, y aunque los temblores siguen siendo los más potenciales peligros, no han hecho los estragos que sí le dan la corona a los efectos del cambio climatológico.
El ciclón Otis es un ejemplo atroz, brutal, de esa situación, al convertir a Acapulco en la nueva Pompeya al destruirla casi completamente.
Aunque también ha puesto a prueba a este pueblo insurgente no solo en lo militar sino en lo ciudadano, y la hermosa ciudad portuaria renace como el Ave Fénix y poco a poco vuelve a ser aquel paraíso cuyas playas inspiraron al flaco de oro Agustín Lara a crear su María Bonita.
Pero el exterior también le es ingrato a México pues le ha tocado a este sexenio escenarios adversos de muy profundad gravedad que convierten en tristeza cualquier alegría más allá de la Covid-19, como el torrente migratorio que la injusticia y la desigualdad ha desatado en el mundo.
A tal punto que rompió récord este año en el paso de migrantes por su geografía, tramo imprescindible para llegar por tierra al omnipresente Estados Unidos, principal rompe huesos de este mundo grande pero demasiado vulnerable y mezquino en muchos aspectos.
Es precisamente ese gobierno imperial del norte la mayor impedimenta para atacar las causas fundamentales tan necesarias en la erradicación del éxodo masivo, y el que ha convertido en un Mar de los Sargazos las aguas de la solidaridad, la cooperación y la creación de condiciones sociales y humanas para liquidar la emigración forzada.
Sin duda alguna, Washington es el mayor obstáculo para atacar las causas que originan el éxodo.
Parodiando a los mexicanos sobre la guerra de rapiña de 1846-1848 cuando les robaron la mitad de su territorio, sin ese Estados Unidos provocador de guerras y aplaudidor y cómplice en masacres como la de Gaza, México, y con él la humanidad entera, podría celebrar una Navidad más feliz y no triste como la de este año.
oda/lma