Es cierto que unos han pasado, incluso sangrando por las heridas de los alambres de púas colocados en la parte norte del río por el gobernador de Texas Greg Abbot, pero más de medio millón los regresaron como a perros callejeros, sin contemplaciones, a México, y de aquí de nuevo a sus lugares de origen.
Solamente de mayo a noviembre -no se dan las mayores cifras de enero a abril ni las récord de diciembre- el gobierno de Joe Biden deportó a 460 mil migrantes, según los datos suministrados por el embajador Ken Salazar, por lo que un estimado de medio millón es muy posible que se quede corto.
Este año que termina ha sido aciago para los migrantes, pues esas cifras no incluyen a quienes han sido regresados a sus orígenes a lo largo de su trayectoria desde Ecuador o Colombia pasando por numerosos países, ni los que México ha virado por diferentes motivos, ni el saldo de muertos cuyos números exactos jamás se conocerán.
El sufrimiento individual se hace colectivo con una fuerza multiplicada como el choque de las aguas de un océano con los arrecifes costeros, y los que rechazan con todo su poder el éxodo, se niegan a analizar y menos aceptar de que la migración no es un problema político o de ideologías, sino el pus que emana un sistema socioeconómico podrido, gangrenado, que exige amputación.
Tal vez por ello las numerosas reuniones de alto nivel que han tenido lugar entre receptores de migrantes sin participación de emisores, ni análisis a fondo estructurales, no logren ser esperanzadores para quienes se ven forzados a dejar su terruño y enfrentar una migración incierta en la que se juegan todo, hasta a sus hijos.
Bastaría solamente valorar el sentimiento de frustración, agonía y desesperación que hay tras cada persona que se lanza a esa aventura suicida -y al mismo tiempo un acto de fe- para entender que el éxodo es resultado y no causa de enormes problemas creados por los centros de poder como Estados Unidos y Europa por su filosofía de concentración de riquezas que persiste desde la época colonial.
Si hubiera racionalidad en el mundo no habría migración, ni tampoco guerras, y mucho menos sanciones económicas y bloqueos que estimulan y agravan el éxodo, y se abriría paso una política de convivencia humana y desarrollo que no parece estar a la vista. Es todo lo contrario.
El embajador Salazar, por más señas texano, admite que en los siete meses escogidos para su análisis, el número de remociones, es decir, deportaciones, supera las devoluciones de cada año fiscal de 2015 a 2018.
Es sabido -pero no se acepta ni se divulga- que por mucho que Estados Unidos y Europa juntos, aumenten el otorgamiento de visas de trabajo, el éxodo no se eliminará ni incluso mermará su volumen relativo, si junto a ello no se eliminan sus causas sociales, lo cual ni siquiera sucederá con planes sociales e inversiones.
Hay que ir más allá de eso último, como señalaron muchos especialistas en la materia en un seminario internacional del Partido del Trabajo en México.
Es decir, a un cambio social que permita una distribución más equitativa de la riqueza global que elimine políticas como las antimigratorias que son, en esencia, criterios maltusianos de naturaleza genocida, muy parecidas, ni más ni menos, que a la limpieza étnica que practica Israel en Gaza con apoyo de Washington.
oda/lma