Frei Betto*, colaborador de Prensa Latina
En la nota que dejó atribuía su decisión a la injusta acusación que le hiciera el Colectivo Feminista de la universidad. Habían incluido su nombre en la lista de “acosadores”. A continuación, lo borraron. Pero la indignación ya había impulsado al muchacho a realizar el gesto mortal de protesta.
En la misa del séptimo día comparé el suicidio de Flavio al del rector de la Universidad Federal de Santa Catarina, Luiz Carlos Cancellier, en 2017. Acusado injustamente de corrupción, no soportó la calumnia. Como él, Flavio fue víctima de un asesinato digital.
Recordé a Fray Tito de Alencar Lima, mi cofrade de la Orden Dominica, que también se quitó la vida en agosto de 1974. Cruelmente torturado por la dictadura militar después de su captura en 1969, en enero de 1971 los secuestradores del embajador suizo exigieron la liberación de 70 presos, entre ellos Tito. Desterrado del país, se exilió en Francia. Las secuelas de la sevicia se manifestaron como un desequilibrio mental. “Es preferible morir que perder la vida” escribió en su Biblia. Según su psiquiatra, Tito se mató para evitar la locura. Se quitó la vida con sus propias manos. “Buscó del otro lado de la vida la unidad que había perdido de este lado”, dijo el cardenal Arns, arzobispo de São Paulo, en la misa celebrada en la catedral metropolitana de esa ciudad, que acogió en 1984 los restos mortales del fraile muerto a los 28 años de edad.
En otros tiempos, la Iglesia Católica excluía a los suicidas del derecho a las honras fúnebres, como todavía lo hacen otras instituciones religiosas. Esa actitud se derivaba de una interpretación errónea del suicidio de Judas Iscariote. Judas no fue execrado por matarse, sino por traicionar a Jesús.
Hoy la Iglesia Católica confía en la misericordia de Dios, del cual todos somos hijos e hijas, y en la salvación de quienes atentan contra su vida. Hasta Jesús experimentó angustia en su camino a la cruz: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Mateo 26,38).
Conocí a Flavio en un viaje al extranjero y les dije a sus padres que era el hijo que me gustaría haber tenido. No había sido bautizado, pero tenía la intención de hacerlo. Según la teología cristiana, Flavio recibió el “bautismo de deseo”. Tuvo también su bautismo de sangre.
Todos, sin excepción, nacemos en Dios. Como afirmó el apóstol Pablo, “En él vivimos, nos movemos y somos” (Hechos de los Apóstoles 17,28). “Dios es amor”, dice la epístola de Juan en el Nuevo Testamento (4,8). Un Dios amoroso no rechaza a sus hijos e hijas. Ni crea un lugar de terribles sufrimientos eternos conocido como infierno. Después de nuestra transvivencia, la vida es cordial.
Como Jessica Canedo, Flavio fue víctima de las redes digitales, del ciberacoso. Las redes son útiles y necesarias, como los cuchillos de cocina. Y tan peligrosas como ellos, porque pueden asesinar reputaciones, inducir a la violencia, exacerbar el individualismo y el narcicismo.
De la misma manera en que nos educan para no usar cuchillos contra nuestros adversarios, ni el auto para atropellarlos, es necesario perfeccionar la regulación de las redes para evitar la “fakeocracia” con sus calumnias, perjurios y difamaciones impunes, y sus graves consecuencias para la honra de las personas. La libertad de expresión, como la de locomoción, exige límites. No puedo conducir el auto por la acera ni entrar en casa de mi vecino sin pedir permiso o ser invitado. De la misma forma, nadie tiene derecho a propalar calumnias.
Flavio se marchó de esta vida en defensa de su dignidad. Puso un punto final en su íntegra trayectoria. Parafraseando a Ítalo Calvino, Flavio prefirió ausentarse para que ojos ajenos no lo vieran como un hombre cuya moral estaba partida en dos mitades.
rmh/fb
*Escritor brasileño y fraile dominico, conocido teólogo de la liberación. Educador popular y autor de varios libros
(Tomado de Firmas Selectas)