En la fiesta de La Candelaria se sincretizan dos festividades: la de la Virgen y la del primer día del segundo mes del año según el calendario mexica, llamado Tlacachipehualiztli, o fiesta Ayacachpixolo, y con esta se incorpora el tamal, un plato tradicional de maíz que no se observa ni en España, Portugal u otros países que veneran a esa entidad mariana.
Por lo tanto, la fiesta de la Candelaria corre parejo y de forma intrínseca a la del tamal, cuya meca en estos días es Coyoacán, en la Ciudad de México, donde la gente se pasa hasta 15 días degustando la más amplia variedad de ese alimento que, este año, sobrepasa el centenar, aunque las palmas se las lleva casi siempre el oaxaqueño.
Una investigación del Instituto Nacional de Antropología e Historia desarrollada por el arqueólogo Gabriel Lalo Jacinto, comenta que el 2 de febrero es una fecha esperada en todo el país, aunque en algunos lugares con más énfasis como la Meseta Comiteca porque la veneración de la Virgen en Socoltenango, cuya advocación es en realidad Nuestra Señora del Rosario, marca el inicio de una feria comercial de importancia regional en ese lugar.
A lo largo de una semana, propios y extraños se reúnen en torno a la oración, pero también alrededor de la venta de tamales y otros productos, al son de conjuntos musicales y la algarabía de una competencia para elegir a una joven reina de la fiesta de La Candelaria, que represente la belleza de las mujeres del lugar.
Pero el 2 es la jornada apoteósica y así, en ese jolgorio de comida y bebida en el que el buen gourmet desaparece para dar paso a un disfrute menos refinado pero mucho más placentero, transcurrió ayer este día mariano en todo México, con sus puntos centrales en Chiapas y Coyoacán
Lo agradable de todo es ver cómo, por encima de desigualdades sociales o políticas, las familias mexicanas se reúnen para comer tamales, con la impronta de la competencia para elaborar el de mejor sabor y colorido porque las variedades son tantas que es humanamente imposible abarcarlas y menos degustarlas todas.
El platillo es milenario, se remonta a la época prehispánica cuando los olmecas, mexicas y mayas lo utilizaban en rituales religiosos, ofrendas y tumbas, y de México saltó a otros lares, aunque con diferentes nombres al proveniente del nahuatl: tamalli que significa “envuelto”.
Está presente en numerosos países de Latinoamérica y el Caribe pero como “humita”, “pamonhas” “hallaca” y “guanime”.
Que el día de La Candelaria -traída junto al látigo arcabuces y trabucos por los españoles con Hernán Cortés quien la llevaba en el pecho esculpida en un medallón de oro- sea un signo nacional, se debe a los mayas que la sincretizaron con sus dioses cuando en el siglo XVI los dominicos le concedieron el Templo de Copanaguastla, y los indígenas colocaron detrás de la imagen a escondidas de los colonizadores sus antiguos dioses a quienes adoraban a través de la virgen, según las crónicas de la época de fray Francisco Ximénez.
Con el paso de los siglos, la veneración a la Candelaria se extendió por todo México, pero nunca al punto de la Virgen de Guadalupe, la patrona nacional por excelencia.
Año por año una réplica suya -la original permanece en el templo- es llevada en palanquines por las calles de ciudades, la principal Chiapas desde Socoltenango hasta la frontera con Guatemala.
Allí recorre un camino adornado con orquídeas guariante, la sonoridad de la marimba chiapaneca y las sonajas o chichines de los moros que no paran de bailar ni hartarse del tamal que la gente les brinda a su paso con mucha fe y más amor.
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