Esa etnia no tenía una población muy rica. La historiografía reconoce unos dos mil 400 individuos dispersos en una inmensa área de siete mil 500 kilómetros cuadrados.
Ni siquiera vivían juntos, seminómadas al fin, pero se unían para combatir bravíamente ante cualquier intruso conquistador.
Los propios españoles los consideraban en sus crónicas de la época como los más aguerridos de la zona, a quienes no podían abatir ni doblegar, como sí lograron hacer con muchos otros grupos humanos en el vasto territorio que colonizaron.
Si bien su historia combativa llegó a nuestros días, aunque a retazos y sin conclusiones de su enfrentamiento perenne con los peninsulares, de su cultura se sabe muy poco, y en ese sentido los hallazgos más recientes del Instituto Nacional de Arqueología e Historia (INAH) contribuyen a conocerlos mejor.
Lo triste es que dicha población, en lugar de reproducirse, fue decayendo con el avance del colonialismo, que los puso en una condición tan deplorable que en poco tiempo su número se redujo a un cuarto de sus miembros originarios, y no por las guerras, sino por las enfermedades que los españoles trajeron en sus veleros desde el llamado Viejo Mundo.
Arqueólogos del INAH encontraron hace poco restos de osamentas de algunos de aquellos valerosos guerreros, un hecho considerado de gran cuantía científica que ayudará a conocerlos más y a venerarlos como se merecen.
(Tomado de Orbe)