Luis Casado*, colaborador de Prensa Latina
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Me crees o no -cosa tuya-, tengo para mí que la inmensa mayoría de los visitantes del Louvre solo va a sacarse una foto delante de la Gioconda, no digo que vaya a verla. La invención del telefonino, como lo llaman en Italia, agravó el fenómeno.
Otros mendas, como Horacio y servidor, en su día, buscaron otras obras.
Confieso que desde hacía lustros a mí me titilaba un cuadro llamado El Tramposo (Le Tricheur) que Georges de La Tour pintó hacia el año de gracia de 1636.
Si piensas que mi interés estaba ligado, sí o sí, a la costra política parasitaria… la respuesta es sí.
A Horacio lo atraía como un imán La Balsa de La Medusa (Le Radeau de La Méduse), pintura con la que Théodore Géricault-con apenas 27 años de edad- le dio impulso al romanticismo allá por los años 1818-1819.
Le Radeau de la Méduse es una tela gigantesca (4,91m x 7,16m) que ilustra el horror vivido por los sobrevivientes del naufragio de la fragata La Medusa en el año 1816. Si el naufragio escandalizó a la opinión pública francesa, el cuadro, sin piedad y sin atenuantes para con la brutalidad descrita, provocó conmoción: la desesperanza que muestra el pincel de Géricault es tan o más devastadora que la historia que lo inspiró.
En junio de 1816 La Medusa zarpó junto a otros tres navíos hacia el puerto senegalés de Saint-Louis, restituido a Francia por los británicos en señal de buena voluntad por la restauración de la monarquía con el rey Louis XVIII.
A bordo iban unas 400 personas, incluyendo el nuevo gobernador de Senegal. Anda a saber por qué, le confiaron la capitanía a Hugues Duroy de Chaumareys, un noble de 53 años que no había navegado desde hacía un cuarto de siglo y no había pilotado una fragata en su pinche vida.
Con un capitán sin experiencia, los marineros- acojonados- mantuvieron la fragata no lejos de las costas africanas… y terminaron por encallar. La tripulación decidió lanzar por la borda algo de peso para hacer flotar el navío con la marea, pero el capitán Hugues Duroy de Chaumareys les prohibió deshacerse de los cañones. No hubo pues más remedio que abandonar el barco.
Los ricos tuvieron acceso a las lanchas, pero los 149 pringaos restantes tuvieron que improvisar una balsa atada por una cuerda a una de ellas. A poco andar la cuerda se cortó-o la cortaron, en esto los tratadistas divergen-, y la balsa vivió una pesadilla de dos semanas de mares bravos, hambre, sed, locura y canibalismo. De sus 149 ocupantes sobrevivieron sólo 15, de los cuales cinco murieron poco después de su rescate.
La tragedia, de una rara modernidad, devino un acontecimiento mayor y un escándalo mayúsculo de aquella época, cuya causa fue atribuida mayormente a la incompetencia del capitán.
Hugues Duroy de Chaumareys fue juzgado por una Corte Marcial, y debidamente absuelto de toda culpa por temor al ridículo internacional que provocaría el reconocimiento de haber escogido un incompetente.
Presentado en el Salón de 1819, el cuadro tuvo que ser rebautizado Escena de un Naufragio, con el loable propósito de evitar una severa reacción del gobierno galo.
Cambiarle el nombre a los desastres ya era un astuto recurso político en el siglo XIX. Desde luego no era el único. Considerada una ténica y una tática que conduce al ésito, descargarse en el prójimo es un clásico.
Otro titular de hoy, en lo que hay de prensa, reza:
Ministro de Educación responde en el Congreso por el extenso paro que afectó a Atacama: «Movilizaciones ha habido en todos los gobiernos» (sic).
Lo que la sabiduría popular llama Mal de muchos, consuelo de zopencos…
A estas alturas te estarás preguntado el porqué del título de esta parida… Y… Si no lo has comprendido… es que vas en una de las lanchas.
rmh/lc
*Periodista chileno residente en Francia, profesor, editor, ingeniero y experto en tecnologías de la información.
(Tomado de Firmas Selectas)