En el imaginario de la ancestral etnia, ese lugar en el que la corriente sube y baja cada seis horas, les garantiza salud, bienestar, prosperidad y cuántas cosas buenas aspiran a tener en su vida modesta y austera, en un pacto perenne con la Naturaleza.
La comunidad Majé-Chimán, en Panamá, está a unos 10 kilómetros de la desembocadura del río Majé, una limpia corriente con meandros y recodos rodeados de una vegetación de mangles altos y bosques vírgenes, donde la Madre Natura presenta su más amplia gama de verdes.
Salir por tierra hasta la capital del país, en tiempo de seca, podría tomar unas cinco horas en auto rural por el terraplén que bordea la serranía y después viajar aproximadamente dos horas por la carretera Panamericana.
Pero eso no es preocupación de los aldeanos, quienes prefieren navegar por su río hasta salir a mar abierto en el Pacífico y enrumbar al Oeste a la desembocadura del Bayano, remontarlo hasta el puerto fluvial de Coquira, trayecto que puede hacerse en tres horas, para luego emplear otros 30 minutos en auto hasta la urbe.
La relación con el Majé los obliga a seguir sus reglas, pues habrá que esperar a que el río corra al revés, un capricho de la Naturaleza que sucede cada seis horas, cuando la marea del Océano Pacífico comienza la pleamar y la débil corriente de agua dulce se ve empujada hacia adentro.
Según cuentan los indígenas, esto solo ocurre en época de sequía, durante la cual el cauce disminuye ostensiblemente y en las riberas los niveles se reducen unos tres metros de altura en la bajamar.
Estos indígenas panameños conviven con ese comportamiento de uno de los elementos naturales de su entorno, igual que lo hacen con la tupida selva, la cual defienden de los depredadores humanos, quienes talan valiosos árboles maderables como el cocobolo (Dalbergia retusa).
‘La Naturaleza vive sin nosotros, pero no podemos vivir sin ella’, es la sabia filosofía que guía una relación armónica e íntima con el ambiente, del cual sacan el sustento diario, sin excesos: bosque y río constituyen componentes inseparables de sus vidas.
Un pedazo de madera para tallar, fibras vegetales con el objetivo de tejer canastas, semillas para colorear tejidos, medicina natural y alimentos sacados a la tierra labrada o la recolección de frutos silvestres, son algunos de los bienes materiales que reciben agradecidos.
La pesca es otra de las fuentes de alimentación y subsistencia económica de esta comunidad, cuyos ancestros ocuparon parte de lo que actualmente divide la artificial línea fronteriza entre Colombia y Panamá, por lo que la etnia también quedó en ambos territorios.
Religiones cristianas y otras denominaciones llegaron hasta las tribus de estos indígenas donde ganaron adeptos, pero sin dejar de venerar a su ‘Chambita’, una deidad en forma de embarcación en miniatura que es la guía espiritual del pueblo originario, a la cual le cantan, bailan y ofrendan.
El ser supremo es sacado de un árbol que deberá cortarse en luna nueva por un hombre en ayunas, y no debe durar más de 30 minutos. Tras una compleja ceremonia tallan una especie de piragua o bote que pintan, mientras la consagración de la divinidad se completa con bailes y cantos.
Estos indígenas de carácter afable, alegre y de fácil comunicación bilingüe (wounaan meu y español) desde las más tempranas edades, muestran sensibilidad en su inclinación a las artes, principalmente las manuales, el baile y la música.
Mucho tienen que mostrar al mundo desarrollado, esencialmente en su relación con el medio ambiente y en la democracia con que gobiernan los territorios comarcales y comunitarios, donde siempre piensan en plural y, por tanto, buscan títulos colectivos sobre la tierra.
Y es que, como afirma Julie Velázquez, antropóloga estadounidense estudiosa de la cultura de los Wounaan: ‘ellos viven en una civilización’.
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