La fecha del 12 de mayo estaba marcada en rojo para los adversarios políticos del Gobierno, pues se trataba del plazo para la inscripción de alianzas ante esos comicios, pero el castillo de naipes de la unidad se derrumbó.
Los enemigos del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), presidido por Daniel Ortega, pasaron en tres de años de una prueba de fuerza al reconocimiento tácito de que las elecciones eran la única vía de acceso al poder.
En el período abril-julio de 2018, cuando la derecha protagonizó lo que el gobierno calificó de intento frustrado de golpe de Estado, coincidieron el ultimátum al Ejecutivo para que entregara el poder y la petición de elecciones adelantadas.
Una vez superada la fase violenta de la crisis, las agrupaciones emergidas de ese contexto- Alianza Cívica (AC) y Unidad Nacional Azul y Blanco (UNAB)- comenzaron a trazar sus aspiraciones electoreras.
Para ello se desmarcaron de los tradicionales partidos políticos de la oposición, a los cuales acusaron de zancudos (colaboracionistas) con el sandinismo.
El primer obstáculo que les surgió en el camino hacia las urnas fue su carencia de personería jurídica, por lo que asumieron la necesidad de montarse en el carro comicial de organizaciones reconocidas por el Consejo Supremo Electoral (CSE), las cuales debían facilitarle su casilla en las boletas del 7 de noviembre próximo.
Incluso el 14 de julio de 2020, el CSE dio la oportunidad a quienes quisieran inscribir nuevos partidos políticos lo pudieran hacer en un plazo hasta cinco meses antes de la votación, pero tanto AC como UNAB (en la práctica ONG) rechazaron de plano tal posibilidad, al considerar que implicaba el reconocimiento del tribunal electoral de ese momento.
Como parte de esas contradicciones de la política opositora en Nicaragua, la víspera y ante el nuevo CSE- elegido el pasado día 4 y al cual siguen cuestionando por su composición- las mismas organizaciones terminaron acudiendo al acto protocolar de inclusión de alianzas, pero por separado.
Desde que le falló el golpe suave de 2018, la derecha comenzó a pensar en una plataforma electoral a imagen y semejanza de la Unión Nacional Opositora, que el 25 de febrero de 1990 ganó la banda presidencial para Violeta Barios de Chamorro.
Tratando de aprovechar el recurso simbólico de la fecha, el 25 de febrero de 2020, siete organizaciones adversas al Ejecutivo conformaron la llamada Coalición Nacional.
El empeño unificador comenzó a hacer aguas cuando la convocatoria para la firma de sus estatutos, el 25 de junio del propio año, fue condicionada por la AC que finalmente terminó por desgajarse de la plataforma.
Finalmente la AC decidió montar tienda aparte engranándose al partido Ciudadanos por la Libertad (CxL), dando origen a la Alianza Ciudadana.
La UNAB, que se quedó con el remanente de la Coalición, buscó la sombrilla del Partido de Restauración Democrática (PRD).
Los esfuerzos por volver a unificar ambas orillas opositoras en un solo cauce electoral fueron ingentes, al menos en los medios afines y hasta se formó un comité de ‘notables’, o de ancianos por su composición generacional, que se desgastó en sucesivos pedidos de unidad.
La mitad de las sillas vacías en el salón de un hotel de Managua al mediodía del miércoles último fue la imagen perfecta de la ruptura.
El PRD nunca llegó a la cita y la presidenta de CxL, Kitty Monterrey, salió directamente a la sede del CSE e inscribió su alianza con una formación de la ual en Nicaragua muy pocos habían oído hablar hasta el momento: el Partido Movimiento de Unidad Costeña (regional y de carácter minoritario).
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