El poblado de 700 habitantes ocupa casi todo el islote de unos dos kilómetros cuadrados, bañado por el oleaje y la suave brisa del mar Caribe, y protegido de la marejada en el recodo del golfo Kuna Yala (tierra de los kunas), cuando el mal tiempo azota el archipiélago que se extiende desde las cercanías de la provincia de Colón hasta la frontera con Colombia.
Para llegar a estos parajes, aparentemente sacados de un libro de historia, el viajero deberá atravesar una serranía por la sinuosa carretera, donde un experimentado chofer sortea huecos, empinadas lomas y cerradas curvas durante dos horas hasta llegar al puerto marítimo de Cartí.
Las lanchas de varios tamaños conectan la tierra firme con ese paraíso inigualable por su belleza natural, formado por 365 islas y la franja continental de 373 kilómetros de largo y 20 de ancho, territorios donde en algún momento los antepasados cercanos intentaron crear la República Dule.
TURISMO EN AMBIENTE INDÍGENA
Vírgenes playas y tonalidades de azul en los mares aledaños hacen del archipiélago un lugar original que atrae la mirada de turistas, quienes llegan hasta estos parajes para vivir una aventura alejada de guiones cinematográficos, pero con los ingredientes solo imaginados por el cine de ficción.
La economía comarcal se nutre principalmente de esos visitantes, para quienes reservaron en exclusiva algunas de las islas, donde hoteles rústicos, incluso semejantes a la aldea tradicional indígena, hacen las delicias de los que prefieren unas vacaciones exóticas.
Aún en ambiente natural, la vida moderna aconseja acompañar la industria con mínimas condiciones importadas de la llamada “civilización”, por ello las telecomunicaciones hacen posible el acceso a la telefonía celular e Internet, al menos en el área más visitada por los turistas y los islotes de su periferia.
Las lanchas de pasajeros, con motores fuera de borda, transitan en decenas desde los puertos costeros y mercados de alimentos para mover bebidas, combustibles, gas doméstico y otros productos del quehacer citadino, como complemento de la agricultura y pesca de subsistencia.
Pero este no es el único medio de transporte que circula por la vía marítima, también está el cayuco, tallado en el tronco de un árbol y con remos rústicos, lo cual permite buscar agua en el río, pescar o simplemente usarlo como trampolín para zambullirse en el mar.
Este tipo de botes son empleados por mujeres y hombres para sus faenas diarias, incluso algunos colocan una pequeña vela que les permite la rápida marcha sin grandes esfuerzos, aunque la pesada carga de a bordo ralentice la navegación.
En medio de tales contrastes, en Aglidubu algunas casas tienen paneles solares para la iluminación nocturna, suministrados por un plan gubernamental, en una vivienda hay una parábola personal para la televisión satelital y en otra funciona un refrigerador doméstico activado por gas.
Aunque, tal vez, el uso del celular y el gusto de los jóvenes por el rock sean las mejores imágenes del sincretismo cultural de un pueblo originario, que preserva la cultura ancestral sin renunciar a las bondades de las comodidades modernas, en su caso con una fuerte presión consumista desde las ciudades.
INICIACIÓN DE LA PUBERTAD FEMENINA
Niños, adolescentes y jóvenes visten a la moda dentro de las posibilidades de los humildes bolsillos de sus padres, pero las mujeres se atavían con faldas de tela (saburet, en idioma dulegaya) de vistosos colores, acompañada de la mola, la blusa típica que bordan a mano.
La saburet tiene figuras alusivas a la flora y la fauna, diseños geométricos o de la vida diaria, atuendo que complementan con un pañuelo (musue) rojo y amarillo para la cabeza, mangas para los brazos y piernas (wini), un anillo de oro en la nariz (olasu) y aretes (dulemor).
Los hombres, por el contrario, visten muy sencillo, con camisa de corte europeo de principios del siglo XX, pantalón largo de tela lisa y sombrero, mientras para las ceremonias importantes usan corbatas con dijes de oro.
El principal aporte femenino a la economía del hogar es la confección de las molas y otras artesanías, rasgos identitarios de este pueblo originario que también comparte con “el mundo civilizado” sus ritos religiosos, festividades y cantos sagrados llenos de paz.
Entre sus costumbres más arraigadas, aún activas, sobresalen la fiesta de la perforación de la nariz (Ico inna) y la presentación de la joven a la sociedad (Inna Mutikid), la cual sucede a la ceremonia de la pubertad (Sergu-ed) y de la que Escáner pudo comprender algunos detalles, tras conocer a una de sus protagonistas.
Según la tradición, en el primer día de la menstruación los padres pasean a la niña por toda la comunidad para solicitar apoyo, en aras de celebrar el rito, y luego la señorita es encerrada en el surba (cuarto de baño) por cinco días.
En ese lapso, las mujeres de la congregación ayudarán en la búsqueda del agua para el aseo de la jovencita, y los padres, en agradecimiento, ofrecerán jugo de caña a todo el pueblo.
Muy de madrugada, en el último día, el Aila Sied (cosechador de la jagua) y los familiares de la iniciada buscarán la Sichi (jagua) para pintar a la joven con el jugo de esa fruta, que por varias jornadas mantendrá su cuerpo de color negro azulado, en señal de respeto porque entró en la etapa reproductiva.
Y es que, en el mundo de los Kuna Yala, las mujeres tienen un lugar especial dentro del linaje, a pesar de que sus guías espirituales son hombres. Ellas heredan en exclusiva las propiedades familiares, tienen voz y voto, además de contar con la protección de la comunidad.
Otro tratamiento distintivo tienen los albinos, quienes en el seno hogareño ocupan un lugar divino, pues se considera bendecida la casta a la que pertenecen estas personas, que en el argot popular le denominan “fulo”, los cuales son considerados “nietos del sol”, su mítico y celestial ancestro.
Lo “nuestro” sustituye habitualmente a lo “mío” en la apacible vida de Aglidubu, donde no existen puertas sofisticadas, candados, cerraduras ni muebles, solo hamacas de fibra tejida, en las que sus habitantes duermen y disfrutan mecerse.
Tierras de cultivo y pesca son de explotación y distribución colectiva, en una organización social en la que todos aportan al trabajo o en su defecto deben pagar un impuesto por no participar en las convocatorias comunitarias.
“Algunos de otras islas nos llaman atrasados”, dijo a Escáner Diguar Sapi, un reconocido coreógrafo local, al asegurar que las estrictas reglas de la isla rechazan la apertura a una “civilización” que cada vez más penetra a la comarca, a pesar de sus leyes encaminadas a proteger la cultura autóctona.
DEMOCRACIA DE UN PUEBLO ORIGINARIO
En la democracia comarcal se respetan las leyes nacionales a través del Congreso General, máximo representante del pueblo, pero existe un código propio de obligatorio cumplimiento por habitantes y visitantes, al tiempo que preservan la autonomía de las islas, donde los sailas (caciques) protegen normas locales.
Nada se impone, todo se acuerda en una envidiable colectividad, en la cual la voz de cada uno de los pobladores tiene igual valor y los asuntos comunitarios llevan el respaldo de la mayoría, que con respeto escucha el consejo de sus mayores y acuerda lo que consideran la mejor decisión.
En Aglidubu pocos hablan español, pero saludan a los forasteros en su lengua dulegaya, con un simple movimiento de cabeza o una sonrisa, cuando al amanecer se cruzan en el camino con los extranjeros que deambularon varios días por su isla con la autorización de los sailas.
La seguridad y la libre circulación por las estrechas veredas de arena del caserío, entre las casas hechas de hojas de palma y paredes de caña brava, fueron instrucciones de las autoridades, que los pobladores cumplieron con la exquisitez del excelente anfitrión.
Los sailas dedicaron una sesión especial para ofrecer la bienvenida a los recién llegados en la casa comunal, una suerte de palacio administrativo y religioso cuya propia arquitectura representa la estructura político social del pueblo, mientras solo el tamaño y la altura se diferencian de las viviendas que lo rodean.
“Mi nombre es Alberto Vázquez”, dijo en español el vocero del Congreso General, quien en dulegaya hizo gala de la ancestral filosofía kuna al referirse a lo que contarán los visitantes de su estancia en la isla, donde compartieron en el seno de una familia tradicional.
“Hablarán la verdad de cómo vivimos”, aseveró tras conocer la profesión de los visitantes. Tampoco faltaron los elogios a Cuba, “nación amiga” en la que uno de sus nietos estudió medicina.
La rebeldía duerme tras los nobles gestos y actuaciones cotidianas de los kunas del antiguo San Blas, quienes preservan su cultura en esta franja costera del nororiente panameño, disputada por la llamada civilización occidental, que debieron defender en febrero de 1925 en la llamada Revolución Dule.
Esta no es la cuna del milenario pueblo, cuyos orígenes algunos ubican en las llanuras del río Atrato (Ogigidiuar, en su lengua), en el Chocó colombiano, y se afincaron en la húmeda selva de Darién, que protegieron de intrusos durante siglos.
Las constantes luchas con pueblos vecinos, epidemias y principalmente el enfrentamiento con los españoles en el siglo XVI, los hizo emigrar a otros afluentes de la cuenca, aunque mantuvieron la lucha frontal contra los buscadores de oro y destructores de la vegetación de la tupida jungla.
En los tiempos actuales la comarca Kuna Yala vive en paz consigo misma: cuidan de la Madre Tierra y extraen de ella lo necesario para la familia, en una perfecta armonía, donde alimento y techo en las cantidades necesarias son su más preciada riqueza material.
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