Kintto Lucas*, colaborador de Prensa Latina
Yo tenía excelentes notas en toda la primaria, sabía que mi promedio era uno de los mejores, pero sabía también que no tenía buenas notas en conducta. A veces no aceptaba imposiciones de algunas maestras, a veces tenía que colocar en su sitio a alguno que me molestaba por tener un hermano guerrillero preso, a veces me enojaba cuando veía algún tipo de injusticia y respondía. Si había que pelear me peleaba. Era una época compleja.
Entonces, cuando ocurría alguna de esas situaciones iba “en penitencia” a la biblioteca. Una biblioteca cerrada, que casi no era visitada, con bastantes libros y muchos cuadernos del Ministerio de Educación y Cultura.
Se suponía que los maestros debían dar aquellos cuadernos a niños que no podían comprarlos. Pero nunca los entregaban. Tenían tapa y contratapa grises y muy feas, pero para quienes pasaban necesidades eran una solución.
Alguna que otra vez, cuando nos quedamos en penitencia con el “Gabylán” un amigo de la escuela y de mi barrio, nos llevamos los cuadernos y los repartimos por ahí. De alguna forma, hicimos nuestra pequeña justicia.
Yo, además, siempre que iba en penitencia me llevaba algún libro para mi casa: Las mil y una noches, El viejo y el mar, El Principito, una vieja antología de Kavafis que reunía Ítaca y otros poemas…
Unas maravillas que leía con gran emoción y entusiasmo en el altillo de mi casa, o en el Parque Rodó en la época de calor.
La vieja ni sabía que aquellos libros no eran prestados, y tenía tantos problemas que yo estaba seguro que nunca lo descubriría. Lo más importante era tener notas excelentes en todo, menos en conducta, pero eso lo asumía como parte de mi rebeldía y la de la familia. Nunca nadie reclamó por ningún libro.
Cuando estaba en sexto año y se acercaba la fecha de Jurar la Bandera y de nombrar a los abanderados o abanderadas, yo había dado por sentado que no me elegirían por la tacha en conducta. Me dolía un poco, pero ya me había hecho la idea de que así era la vida y no podía hacer nada. Sabía que algunas maestras me tenían ojeriza por ser de una familia vinculada a la guerrilla y no pensaba ser abanderado.
Unos días antes de la fecha señalada, la directora de la escuela me llamó a la dirección. Quedé blanco, y en el trayecto de mi salón de clase hasta su oficina iba pensando que seguramente me echarían de la escuela. Entonces fui imaginando qué le diría luego a mi vieja. Con tantos problemas, uno más. Iba casi llorando, solo casi porque había aprendido a no llorar para mostrarme siempre fuerte. Las palabras de la directora luego de saludarme fueron una sorpresa.
– Lucas, usted tiene las mejores notas de la escuela, pero tiene mala nota en conducta.
Lo que yo ya sabía, por lo tanto no era nada nuevo, pero intenté justificarme, aunque no encontraba todas las palabras que necesitaba. La sorpresa fue cuando me dijo: eso podemos entenderlo, pero no podemos justificar que usted haya robado libros de la biblioteca.
Quedé mudo, estaba seguro que nunca se habían dado cuenta y que a nadie le importaba esa biblioteca a la que íbamos castigados.
Primero pensé en negar, pero por lo visto tenia muy claro que yo me había llevado los libros, y si negaba tal vez me chantaran también los cuadernos, pero eso ella no lo había mencionado. Por suerte, parecía no estar enterada, o las maestras nunca le dijeron porque les reclamaría al no haberlos repartido, o se hizo la desentendida. Entonces le dije rápidamente: yo solo me los llevé prestados, los tengo todos juntos para devolverlos.
Ella sonrió con un aire de satisfacción y de complicidad. Entonces dijo: bueno, si usted los trae puede ser abanderado y yo puedo defenderlo en la reunión de maestras. Sonreí tímidamente.
Al otro día aparecí en la escuela con unos diez libros, no recuerdo muy bien cuántos eran. Ella miró uno por uno y al finalizar me dijo: falta uno.
Bajé la cabeza y me puse colorado, mientras la escuchaba decir: falta el de Las mil y una noches.
Me volvió a sorprender. Intenté hacerme el “vivo” y no devolver el ejemplar de uno de los libros que más quería. Seguía convencido de que no podían saber los libros que habían en una biblioteca a la cual no iba nadie, y mucho menos saber exactamente los que yo me había llevado.
Levanté la mirada, entre avergonzado por la situación y triste por tener que devolver un libro que me fascinaba, y le dije: se lo traigo mañana
Ella volvió a sonreír con la misma sonrisa del día anterior. Al día siguiente le llevé el libro.
En la reunión de profesores no comentó estos pormenores. Así, mostrando mis notas y resaltando mi interés por la lectura, insistió que debía ser el primer abanderado. Finalmente se impuso el criterio de algunas maestras que no me querían mucho, y preferían reconocer a una alumna, además de darme una lección. Entonces fui elegido segundo abanderado.
El día del desfile portando la bandera de Artigas me sentía levantando la bandera de los tupamaros. Caminé contento y orgulloso de ser uno de los tres abanderados, pero con cierta tristeza porque ni mi vieja ni mis hermanos, ni algún pariente pudieron estar ahí.
Terminado el acto, cuando ya íbamos saliendo con los compañeros, la directora volvió a llamarme: Lucas tengo que hablar con usted. Todos miraron y enseguida cuestionaron: ¿y ahora qué hicistes?
En la dirección, ella solo sonrió y me entregó un regalo: era un ejemplar de Las mil y una noches. Salí feliz.
Esa directora, años después fue despedida por la dictadura uruguaya, acusada de ser comunista. Ese libro me acompañó un buen trayecto en el camino del tiempo, hasta terminar, por descuido o temor, en una fogata, junto a otros libros que era necesario quemar porque habían sido prohibidos…
Tal vez en aquella biblioteca de mi escuela pública, me fui a volver por primera vez para iniciar mi viaje a Ítaca, un viaje de sueños…
rmh/kl
*Periodista, escritor y político ecuatoriano-uruguayo. Adelanto de su libro Mi viaje a Ítaca, que saldrá en las próximas semanas.
(Tomado de Firmas Selectas)