La insignia patria se aprecia desde cualquier punto de la capital y, aseguran, tiene un tamaño aproximado al de media cancha de baloncesto -15 metros de largo por 10 de ancho-, pesa unos 44 kilogramos y su asta llega hasta 40 metros de altura.
Ondea justo en el otrora enclave estadounidense, en recordación eterna a los jóvenes estudiantes que el 9 de enero de 1964 intentaron colocar ese símbolo en un terreno profanado por los militares y luego fueron masacrados.
Mediante decreto, la bandera del cerro Ancón no es arriada en la noche ni cuando llueve, como exige la ley para el resto de las insignias en el país.
El mayor panteón del istmo solo deja de ser enarbolado durante el reemplazo del sistema de pararrayo y luz de navegación aérea instalado en su asta.
De acuerdo con fuentes gubernamentales, esas labores se realizan debido a su deterioro a causa de frecuentes desgarramientos.
Para llegar a la cúspide, los visitantes recorren a pie unos 45 minutos de senderos de selva, pero en el trayecto encuentran detalles que recuerdan a quienes inmortalizaron el lugar para siempre.
Uno de ellos es el monumento a la poetisa Amelia Denis de Icaza, que custodia ese otro símbolo de innumerables luchas por la soberanía.
“Sé que no eres el mismo; quiero verte y de lejos tu cima contemplar; me queda el corazón para quererte, ya que no puedo junto a ti llorar. Centinela avanzado, por tu duelo lleva mi lira un lazo de crespón; tu ángel custodio remontase al cielo… ¡ya no eres mío, idolatrado Ancón!”, versan estrofas del poema Al Cerro Ancón, escrito por ella en 1906.
Con una elevación de 199 metros sobre el nivel del mar, el sitio es considerado unos de los mayores atractivos turísticos, aunque no es una zona urbanizada.
Desde sus laderas se puede apreciar la imagen más nítida del contraste entre la ciudad cosmopolita y los vestigios de la Panamá colonial.
(Tomado de Orbe)