Esta afirmación la corroboran los más observadores que se detienen para contemplar puertas, aldabas, rejas y otras particularidades como frenadas en el tiempo, que exhiben gran colorido.
Sin embargo, de todas esas piezas, las farolas aportan una belleza única, descarnada y vivaz, con sus relieves en metal y la profanación de bombillas modernas dentro de un encierro que tiene muchos más años.
La recuperación de los niveles, los signos distintivos de una urbe que siempre se preocupó por rescatar lo rescatable, se dan cita en las farolas, donde el verde o el oxido tienen la mano tendida, parecen amigables.
Esas farolas resguardan al caminante, entre los árboles, con parques históricos a sus pies y la mirada perseverante de quienes tienen una cámara fotográfica en la mano.
Precisamente, esas piezas, digamos las antiguas y las modernas, componen hoy un granito de arena especial para los paseantes.
Se trata de un panorama muy particular para los turistas, sobre todo europeos en busca de conocer la cultura cubana.
Por tanto, quienes peregrinan por la urbe capital, fundada en 1519, pueden deleitarse con dichas farolas, piezas especiales del atuendo colorido de la Villa de San Cristóbal de La Habana.
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