En la zona del hipocentro quedó solo devastación y las ruinas del antiguo Pabellón para la Promoción Industrial de la Prefectura de Hiroshima, conocido ahora como Cúpula Genbaku. La onda expansiva y el fuego también provocaron grandes estragos en otras áreas más alejadas.
Cada monumento dentro del recinto cuenta una historia de dolor asociada a las más de 160 mil vidas cercenadas por la explosión, la gran mayoría civiles cuyo delito fue nacer, estudiar o trabajar en una ciudad de “importancia estratégica” para el Japón imperial prácticamente derrotado a finales de la Segunda Guerra Mundial.
A las 8:15 hora local cayó “Little Boy” sobre Hiroshima, irónico nombre para la bomba de uranio que exterminó a muchos niños como Sadako Sasaki, a quien elaborar grullas de papel le mantuvo intacta la esperanza, pero no bastó para curar la leucemia provocada por la radiación.
Miles de otros infantes, nipones y extranjeros, llegan cada año junto a sus familiares hasta el Monumento a la Paz de los Niños para recordar a los caídos y ofrendar sus propios origamis con la ilusión de disfrutar algún día de un mundo sin guerras.
Situado en un lateral del parque, salta a la vista un montículo mediano coronado con una pequeña pagoda, pero la opresión en el pecho es fuerte cuando el visitante descubre que debajo del pasto verdoso descansan, en el anonimato, las cenizas de 70 mil víctimas.
En el centro del complejo conmemorativo se alza el cenotafio, erigido para honrar a los muertos de las armas nucleares, incluidos los más de 80 mil que perecieron en Nagasaki, tres días después de Hiroshima.
Una llama de la paz permanece encendida las 24 horas del día y solo se apagará cuando no existan arsenales atómicos que amenacen la existencia humana.
Las emociones más fuertes afloran dentro del museo a la entrada del parque. Las salas oscuras repletas de testimonios perpetúan el horror nuclear. Los ojos, espantados, buscan refugio en el descreimiento, pero la verdad en fotos, dibujos y objetos calcinados destruye cada intento de justificar la barbarie o encontrarle algún sentido a nuestra cruel capacidad de autodestrucción.
Al final la mente queda en el vacío, como quien no piensa en nada, pero piensa en todo. En ese letargo de introspección yace otro de los propósitos aleccionadores del Parque Memorial de la Paz, orientado a aprender de los errores para evitar repetirlos.
Ojalá las incontables grullas de papel, entiéndanse como clamor popular, tuvieran un impacto serio sobre los verdaderos decisores de la paz, quienes deberían borrar de sus documentos oficiales la palabra “disuasorio” que, todavía en 2022, sustenta la permanencia de más de 13 mil bombas alrededor del mundo.
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