Con ese propósito, vetó viajes a territorio norteamericano de funcionarios gubernamentales y autorizó penalidades financieras contra quienes promuevan la guerra u obstaculicen acciones humanitarias nacionales e internacionales, sin importar en qué extremo del conflicto están.
Ello provocó variopintas reacciones, incluida la del primer ministro Abiy Ahmed, quien acusó al presidente Joe Biden de no posicionarse contra la organización, declarada terrorista por el Parlamento.
Sin embargo, las sanciones no preocupan tanto como la amenaza de Biden de separar a Etiopía de la AGOA, uno de los instrumentos de Washington en su relación económica con África.
La Ley de Crecimiento y Oportunidad en África (AGOA, siglas en inglés) concede a naciones subsaharianas elegibles acceso libre de aranceles al mercado norteamericano, si bien exige cumplir requerimientos económicos, políticos y sociales acordes a estándares de Estados Unidos, cuyos consumidores también obtienen grandes provechos.
Promover la economía de mercado, establecer pluralismo político y no obstaculizar el comercio y la inversión estadounidense, son apenas tres de los requisitos de elegibilidad. Encima, los estados africanos no pueden negociar y dependen del mandatario de turno, que cada año decide los beneficiados.
Desde el año 2000, Etiopía participa en el programa, pero en enero próximo Biden puede excluirla, para lo cual el TPLF (siglas en inglés) cabildea con mucha fuerza, según varias fuentes.
Sin ese “salvoconducto económico”, la segunda nación más poblada de África sufrirá una catástrofe avizorada ya por muchos especialistas e imposible de calcular ahora mismo.
Muchas fábricas extranjeras harían las maletas rumbo a naciones inscritas en la “lista AGOA” y abandonarían los parques industriales, modalidad de crecimiento económico desarrollada aquí justamente en virtud de la Ley y sin tiempo todavía para generar ganancias.
Salir de esa “zona de confort”, y es casi lo único que puede cuantificarse, supondrá la pérdida de hasta 85 mil empleos directos y alrededor de otro millón de puestos laborales en cadenas productivas y de servicios asociadas, de acuerdo con predicciones oficiales.
Esos números, no obstante, quizás serán pequeños comparados con otras consecuencias para un país que, según qué fuente se consulta, tiene entre 109 y más de 118 millones de habitantes, alrededor del 70 por ciento de sus ciudadanos está en edad laboral y las autoridades tienen como una de sus urgencias, precisamente, disminuir el desempleo.
Aunque Etiopía puede reorientar la dinámica en esas zonas, los precios de los productos exportados a Estados Unidos crecerán inmediatamente y, con igual rapidez, disminuirá el interés de los compradores de ese país.
Perderá privilegios, por tanto, en uno de sus mercados más importantes, será menos atractiva para los inversionistas, esto es para la inyección directa de divisa, y quedarán en posición peligrosa proyectos en curso.
El gobierno seguro tiene un plan emergente, pero buscar otros mercados, por ejemplo, requerirá más capital (más préstamos y endeudamiento), nuevas estrategias, otras aperturas… nada menos que en tiempos de pandemia.
Estados Unidos no cuestionó antes la elegibilidad de Etiopía, ni siquiera cuando terminaba su enfrentamiento con Eritrea, previo a largos años de guerra fría y otros problemas.
Al menos no lo había hecho tan claro y tan alto. Y aunque esta propia semana su embajadora en Addis Abeba, Geeta Pasi, dijo que la Casa Blanca está dispuesta a trabajar para mantener al país en la AGOA, la guerra, el motivo de la amenaza, continúa.
Si en enero Biden decide lo que nadie quiere en estas tierras del denominado Cuerno Africano, el impacto de su decisión no podrá compararse desde ninguna perspectiva con las ruinas de una guerra que dura ya casi un año.
Pero seguro presionará sobre las heridas y sumará más dificultades cuando el país necesita que le tiendan la mano, no un lazo.
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