Con sus imágenes, lo mismo en las salas de cines que a través de la televisión, crecimos y envejecimos gran parte de nosotros, si tenemos en cuenta que más del 60 por ciento de la población cubana nació después del triunfo revolucionario de 1959 y muchos en aquellos locos años 60’, de quimeras y epopeyas.
Fueron los tiempos de nacimiento del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, cuyos pioneros fundadores cocinaron la idea de crear un Festival, el 3 de diciembre de 1979, que realzara la filmografía de este continente, al calor del auge de los movimientos populares de liberación, las guerrillas y las rebeliones estudiantiles.
Tan locos eran que hasta imaginaron una escuela de cine para el tercer mundo. Y de la mano de Fernando Birri, Gabriel García Márquez y el Comandante en Jefe Fidel Castro, echaron a andar la utopía el 15 de diciembre de 1986.
Concebida originalmente para estudiantes de América Latina, África y Asia, la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, puso en práctica la filosofía docente de “aprender haciendo”, con profesores que son cineastas en activo y transmiten sus conocimientos avalados por el ejercicio y la experiencia.
Recuerdo que en la universidad nos escapábamos de las clases, tanto para ver una buena película que otra sin saber por qué; o sí, conociendo que debíamos exprimirle cada gota a toda esa racha de filmes que cada año, en diciembre, inundaban las salas de La Habana con las mejores películas de todo el mundo.
Por el Festival vimos desfilar destacados exponentes de la filmografía de América Latina, pero también de Estados Unidos, Europa, Asía y África, entre ellos Robert Redford, Oliver Stone, Robert De Niro, Michel Moore, Matt Dillon, Emir Kusturica, Benicio del Toro y Geraldine Chaplin.
Pasaron los años y ya con deberes laborales, la fórmula para no perdernos la fiesta del cine era tratar de acreditarnos de la manera posible, o pedir vacaciones para esta fecha, algo que todavía hacen algunos colegas, aunque expresan nostalgias por las grandes colas y las salas atiborradas de gente.
También se extraña como todos los cines de la capital, y los más importantes de otras provincias, se convertían en su extensión y hasta entregaban sus propios galardones, como el Premio Vigía, que otorgaba esa reconocida editorial de la ciudad de Matanzas, a unos 100 kilómetros de La Habana.
Con el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano aprendimos y nos educamos muchos. Y es que gran parte de la historia de la región pasó por sus pantallas, desde las luchas independentistas frente al colonialismo español, los horrores de las dictaduras sudamericanas, hasta los dramas vinculados con desarraigos, guerras, amores, migración, el narcotráfico, entre muchos temas.
Por más de cuatro décadas, la máxima cita del cine en Cuba ha sido una vitrina para palpar América Latina, pero también para sufrir y gozar con películas que nos pasearon entre los vivos y los muertos, entre la verdad y ese realismo mágico que llevamos dentro y es parte de las culturas originarias del continente.
Y pese a nubarrones, crisis y bloqueos la utopía se mantiene. Al Festival, cuya presente edición en breve llegará a su fin, le debemos eso y mucho más, porque desde sus salas oscuras viajamos y conocimos el mundo, lloramos, reímos y nos enamoramos más de una vez; a muchos, el Festival de Cine de La Habana nos abrió las alas y nos echó a volar.
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