Por Ariel B. Coya, enviado especial
Tras 25 años activo, continúa siendo el jugador con la carrera profesional más larga de la historia y también el máximo anotador de todos los tiempos, con 49 737 puntos y cinco participaciones olímpicas ininterrumpidas, desde Moscú 1980 hasta Atlanta 1996, pero siempre le preguntan por aquella final del 23 de agosto, en Indianápolis: el día que Brasil le recetó a Estados Unidos su particular “Maracanazo”.
Ese domingo culminaban los Juegos Panamericanos de 1987 y el programa de cierre contemplaba uno de los eventos más esperados: la discusión del oro en el baloncesto masculino, con el aforo a reventar en el Market Square Arena.
Por aquel entonces Estados Unidos aún descartaba incluir jugadores de la NBA en sus equipos —lo que varió el célebre Dream Team en la Olimpiada de Barcelona 1992—, pero igual armaba planteles sumamente sólidos con prospectos de su gran cantera universitaria.
Sin ir más lejos, leyendas como Jerry West y Michael Jordan habían integrado en su etapa juvenil las selecciones que ganaron los títulos panamericanos de Chicago 1959 y Caracas 1983.
Y el Team USA de 1987 no era menos. Entrenado por Denny Crum, mítico coach de Cardinals de Louisville, contaba con hombres de la talla de David Robinson, Danny Manning, Rex Chapman, Willie Anderson y Pervis Ellison, entre otros.
A la final del torneo avanzó arrollando a casi todos sus rivales por una media en torno a los 30 puntos, con la honrosa excepción de Puerto Rico que, liderado por José “Piculín” Ortiz, supo vender cara su derrota en semis (80-75).
Los anfitriones asomaban, por tanto, como grandes favoritos para sumar su trigésimo cuarta victoria consecutiva en Juegos continentales y su noveno entorchado en 10 ediciones, sobre todo después de sacarle una ventaja parcial de 20 cartones a Brasil.
Hasta que entonces ocurrió uno de esos milagros que muy de vez en vez llegan a darse en el deporte.
En la segunda mitad del partido los sudamericanos desataron un auténtico vendaval ofensivo con su juego alegre, el “run and gun”, y por encima de todos, imperial, descolló la figura de Schmidt.
Por aquella época, el alero auriverde era ya un jugador que había ganado bronce del orbe en Filipinas 1978 y el Campeonato Mundial de Clubes en 1979, además de romper todos los registros anotadores de la Lega italiana con el Caserta; sin embargo, su nombre no era muy conocido para el público estadounidense, pese a ser pretendido en varias ocasiones por New Jersey Nets.
Eso cambiaría también con el sino de aquella final, en la que una tras otra sus “bombas” comenzaron a caer dentro de la canasta norteamericana hasta totalizar 46 puntos, con 7/15 en triples, mientras la parroquia local enmudecía.
Para cuando los chicos de Crum intentaron reaccionar, Brasil ya había volteado el marcador 115-120, para conseguir así la victoria inicial de una selección ante el Team USA en su casa, además de ser la primera en que le anotaba más de 100 puntos.
Tumbado en la cancha tras la bocina, Mano Santa, el héroe, no se lo podía creer. Su emoción era inenarrable, tan genuina como la que muestra ahora cada vez que evoca esa gesta. Y siempre, al igual que hace siete años en los Juegos Olímpicos de Río 2016, cuando jugadores como Klay Thompson y numerosos periodistas lo buscaron para preguntarle por aquella final de 1987, su respuesta es la misma.
«Ese juego fue la mejor parte de mi carrera porque demostramos a todo el mundo que era posible vencerlos», dice, antes de rematar sonriente: «Y teníamos miedo de perder por 50».
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